Cuenta la historia que cuando los
hermanos Lumière proyectaron en un café de París en 1895 su corto de apenas un
minuto de duración La llegada del tren a la estación de la Ciotat, los
espectadores salieron huyendo despavoridos al ver cómo un enorme convoy se
abalanzaba sobre ellos.
Esta historia, que aparece en
prácticamente todas las enciclopedias de cine, dista mucho de ser una mera
anécdota. Dicho suceso puso en relieve varias cosas: en primer lugar, la
capacidad que iba a tener el cine para revolucionar la manera de entender la
realidad. En segundo lugar, el hecho de que la ficción (el tren) y la realidad
(el patio de butacas) se habían fundido y confundido. Había nacido el cine, la
imagen en movimiento.
Como añadidura, el hecho de que
el protagonista de la película fuese un tren y no un coche ha añadido a la
anécdota una capa más de contenido metafórico. El cine, por definición, es
movimiento. Más concretamente un conjunto de imágenes (vagones) que se suceden
a una determinada velocidad y crean la sensación de movimiento. En medio de una
suculenta batalla visual entre Victor Érice y su colega Abbas Kiarostami en el
proyecto titulado “Todas las Cartas”, cabe señalar una referencia al cine como
una cámara fija, que mira por la ventana de un tren en marcha.
Este artículo no habla del tren
como alegoría del cine, pero es un homenaje a uno de los vehículos más
hermanados con el séptimo arte. He aquí una pequeña muestra de lo mejor del
cine sobre trenes y pasajeros.
FILMANDO AL CABALLO DE HIERRO. EL TREN EN LA CULTURA AMERICANA.
El cine y el tren están muy
unidos a la cultura americana. En la década de 1860, el tren fue un elemento
clave en la expansión de los colonos en Estados Unidos hacia el oeste. Una
figura de asombrosa tecnología en comparación con los caballos y las
diligencias de las que se habían servido durante mucho tiempo. Algo así como la
realización de un sueño, la realización de una aventura que terminó con la
llegada al Pacífico y el fin de la colonización americana. ¿El fin?
Irónicamente, en el siglo XX y XXI, el cine tomaría el relevo como uno de los
medios más poderosos para la expansión de la cultura americana al resto de
países y continentes.
En El Caballo de Hierro,
John Ford compara, como se lee en el título, al tren con un robusto caballo que
cruza de este a oeste (y de oeste a este) como un robusto símbolo del progreso
y de la unión. Pero, como en todos los westerns (si es que podemos clasificar
esta cinta en dicho género), siempre hay alguien que obstaculiza el desarrollo
de la trama (el progreso, hablando metafóricamente) y en este caso son los
indios, los nativos americanos.
Este planteamiento
prototípicamente colonial esconde dos ironías. En primer lugar, que los indios
son movidos, en realidad, por blancos, enemigos del magnate del ferrocarril que
quieren sabotear su empresa y, en segundo lugar, que el nombre de la película,
que connota robustez y bravura, no es más que un engaño pues, como se muestra a
lo largo de toda la cinta, la construcción de las vías se ven continuamente
trabadas por el ataque de los indios, por el sabotaje del propio hombre blanco
y por la dificultad (y lo faraónico) de la obra en sí.
Quizás la película de Ford está
rodada con una visión más ingenua de la historia americana y no pretendiese
mostrar a los indios como enemigos del pueblo colono americano. Para eso, según
documentan numerosos historiadores, habría que esperar algunos años y el
desarrollo del cine del oeste tal y como hoy lo concebimos.
Más inocente aún en su concepción
fue Asalto
y Robo a un Tren (Edwin S. Porter), la controvertida cinta de 1903 que
está considerada por algunos como el primer western de la historia. Otros
argumentan que ya antes habían sido rodados algunos cortos con características
similares a los westerns. Y aún los hay que van más allá y ni siquiera
contemplan esta película como una cinta de género. En respuesta a estos últimos
hay que añadir que lo cierto es que su temática (el asalto a un tren) es
sumamente propia del western y que sería recurrente en el futuro.
En la escena más famosa, uno de
los bandidos apunta directamente a la cámara y dispara. El efecto de inmediatez
con respecto al público que habían conseguido los Lumière con su corto del tren
entrando en la estación se había vuelto a repetir en este corto de Porter.
Sin olvidar la temática de los
asaltos a los trenes y siguiendo con la historia de los EEUU, llegamos a la
época de la Gran Depresión. A principios de los años 30 se ambienta El
Emperador del Norte (Robert Aldrich, 1973), una historia en la que los
trenes son algo más que un simple medio de transporte en el que los vagabundos
viajan clandestinamente de un estado a otro en busca de nuevas oportunidades en
un periodo de dificultad. En realidad, según Caparrós Llera en su libro 100 Películas sobre Historia Contemporánea,
el tren pasaría a ser una alegoría del progreso, del resurgir de un país en
crisis, que el vagabundo protagonista intenta coger en marcha mientras que un
sádico maquinista le sigue los pasos.
Otro momento de inflexión para
los Estados Unidos fue la Guerra de Secesión (1861-1865). En este punto de la
historia nos encontramos a Johnny Gray, un maquinista en un estado del sur cuyas
dos principales pasiones son su locomotora (La General) y una chica, Anabelle.
Cuando estalla la guerra, Johnny pretende unirse a los confederados. Sin
embargo, es rechazado por el ejército y Anabelle piensa que es un cobarde y lo
abandona. El chico tendrá la oportunidad de demostrar lo contrario cuando un
grupo infiltrado de unionistas secuestren a su máquina (La General) y a su
chica. Hablamos de El Maquinista de La General (1926), considerada la cumbre de la
carrera de Buster Keaton tanto a nivel humorístico (la cinta no deja un minuto
libre sin un gag) como a nivel técnico (montaje, fotografía y, sobre todo,
producción).
LOS TRENES DEL NAZISMO
Si pensamos en trenes y en nazis,
la primera película que me viene a la cabeza es El Tren (1964) de John
Frankenheimer. Se trata de una vertiginosa cinta, completamente frenética, que
yo calificaría como La Jungla de Cristal
del cine clásico.
Ya al final de la II Guerra
Mundial encargan a un coronel nazi hacerse con unas pinturas francesas,
cargarlas en un tren en París y llevárselas de vuelta a Berlín antes de que los
aliados tomen la ciudad. El margen es mínimo y así se crea este emocionante
relato que podríamos entender bien si visualizamos una cuerda (las vías del
tren) entre ambas ciudades europeas y el tren como un tira y afloja entre las
naciones aliadas y el III Reich dando sus últimos coletazos. Burt Lancaster
encarna al bravo héroe de indomable carácter que ha de detener el tren.
Héroes fílmicos de la II Guerra
Mundial hubo muchos, pero ninguno como Milo, el guardia de estación de Trenes
Rigurosamente Vigilados (Jirí Menzel, 1967). Con un tono naturista, costumbrista
y de humor agridulce se nos introduce a este alegre y risueño personaje con
aspecto de Buster Keaton que cae rendido ante los encantos de una bella
maquinista local.
El tono amoroso y provinciano de
la película se va diluyendo conforme se va desarrollando la trama. Las nubes de
la II Guerra Mundial precipitan la tragedia.
Como cinta perteneciente a la
llamada Nueva Ola Checa, la obra carece realmente de ideología política. Hasta
los propios nazis son retratados como melancólicos jóvenes que añoran su hogar
y el propio protagonista se rinde más a su propia historia amorosa que a
contribuir a la Resistencia contra los nazis.
Otra cinta con sabor agridulce es
El
Tren de la Vida (Radu Mihaileanu, 1998). Podría haberse llamado “El
Tren Fantasma”, pero prefirieron El Tren
de la Vida por oposición al tren de la muerte, uno de los nombres que se
empleaba para referirse al tren en el que los nazis transportaban a los judíos
a los campos de concentración.
En el contexto de la guerra, un
pueblo de judíos en un área remota de Europa del este es avisado de que los
nazis se acercan, así que urden un sesudo plan de huída que consiste en restaurar
un tren y simular que son prisioneros de
camino a los campos.
Esta es una película francesa
cercana al cine de Kusturika por su costumbrismo, su humor absurdo, el
sentimiento de identidad cultural y su fuerte sentido antibelicista. En
resumidas cuentas, una joya muy poco conocida que no se debe dejar de ver, por
sus altas dosis de comedia y bien equilibrada tragedia con un final memorable.
Para culminar esta parte, no
puedo dejar de mencionar Europa, la película de Lars Von
Trier de 1991, ya en las puertas de su etapa más creativa. Se trata, pues, de
un tratado, de un cúmulo de reflexiones capitales sobre el ascenso de los
fascismos y la II Guerra Mundial. Sobre el comportamiento humano.
La historia se abre con las
mismas vías del tren y una voz que nos llama a la hipnosis y pretende
introducirnos, así, en la brutal etapa de la posguerra (obviada por la mayoría
de películas que tratan la II Guerra Mundial). El tren, como en la novela de
Martin Amis, La Flecha del Tiempo,
viaja sin un rumbo claro. Significativamente, el tío del protagonista duda de
si avanza o retrocede.
EL TREN COMO VEHÍCULO PARA CRÍMENES Y CRIMINALES
Si nos imaginamos una
investigación policial y, a la vez, un crimen, podremos comprender el trayecto
de un punto A (un asesinato) a un punto B (la resolución del mismo) como una
investigación policial.
El tren es el vehículo perfecto
donde puede ocurrir un crimen. Muchas veces, como veremos a continuación, se ha
utilizado lo exótico de los trenes para crear intrigantes y misteriosas
ambientaciones que confieren a la película un atractivo más. Es el caso de Asesinato
en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974).
Basada en la novela homónima de
Agatha Christie, Asesinato en el Orient Express es, quizás, la adaptación de la
célebre autora más lujosa y bien nutrida de celebridades desde El espejo roto. Destacan Ingrid Bergman,
que consiguió el Oscar a la mejor actriz secundaria, Sean Connery al final de
su etapa de James Bond y un Anthony Perkins definitivamente encasillado en su
papel de Psicosis. Con esto, Sidney
Lumet dirigió una de sus películas más mediocres y, aún así, entretenida y no
mal ambientada en el tren más célebre del mundo.
Pero no siempre alguien debe
morir para crear intriga en un tren. Alarma en el Expreso (Alfred
Hitchcock, 1938) es una de las joyas del director en su etapa británica.
Maravillosamente ambientada en un frío país ficticio de Europa central,
Brandiquia, en el periodo de entreguerras. Allí tiene lugar una de las
historias más enigmáticas de la extensa filmografía hitchockiana: durante un
inesperado parón causado por el mal tiempo, una joven conoce a una vieja
institutriz inglesa con la que entabla una conversación. Tras reanudar el
viaje, la anciana desaparece sin dejar rastro. El desconcierto será absoluto
cuando los pasajeros nieguen a la joven la existencia de tal mujer.
Un perfecto ejemplo del mejor
cine de Alfred Hitchcock que combina intriga, suspense, aventuras, buenas
interpretaciones y buenas dosis de humor inglés. Para muchos, la mejor película
de su etapa británica.
De la etapa americana del maestro
del suspense, por otro lado, también podemos recuperar una memorable cinta sobre
encuentros en un tren. Se trata de Extraños en un Tren (1951), basada
en la célebre novela homónima de Patricia Highsmith.
La historia parte de un
planteamiento siniestro y de mal gusto, muy propio de su director: dos hombres,
que no se conocen de nada, se encuentran en un tren. Ambos tienen algo en común
que les acerca aún más: cada uno vive “martirizado” por una mujer. Entre risas
y bromas deciden hacer un intercambio de crímenes para así despistar a la
policía: todo un crimen perfecto. El problema viene cuando uno de los dos se
toma en serio lo que en principio parecía una broma inocente entre desconocidos.
Visualmente se trata de una de las películas más estilosas de su director, cuya
escena más memorable es la del asesinato visto a través de unas gafas. Lo que
se proyecta en la cámara a través de los cristales parece más bien propio una
alucinación o un sueño.
El tren, que poco protagonismo
tiene en la cinta, sirve como lugar de encuentro, de colisión más bien, de las
vidas de dos protagonistas, que se juntan como si fuesen dos vías convergiendo,
como muestran los metafóricos créditos del principio. El protagonista también
se da de bruces con su director al comienzo de la película cuando, en su cameo
tradicional, Hitchcock sube al tren con su violonchelo.
NATURALISMO Y CINE NEGRO: RETRATOS DEL SER HUMANO.
Para La Bestia Humana (1938),
Jean Renoir se basó en la novela homónima de Emile Zola, el padre del
naturalismo. La película, que se impregna en dicho movimiento literario,
pretende demostrar lo lírico de la vida pese a las duras sorpresas que esta
aguarda. La ya clásica cinta del realizador francés se centra en el punto de
vista de un maquinista solitario. Este, marcado por el estigma hereditario de
la locura, se enamora de una mujer. Siguiendo un argumento propio del cine
negro (y aunque esta película no se considera como tal) la mujer se aprovecha
de este y lo induce a acabar con la vida de su marido, al que ya no ama. La
película utiliza sabiamente una toma de las vías del tren para hablar
metafóricamente de cómo las vidas humanas se separan y se juntan, a veces de
forma trágica.
Fritz Lang filmaría su propia
versión de esta historia en Deseos Humanos, esta vez sí
circunscrita en el género del cine negro (y en uno de sus momentos más
prolíficos: los años cincuenta, exactamente en 1954). La historia, que vuelve a
utilizar la metáfora de las vías, cuenta la historia de un hombre atormentado
por la idea de perder su puesto de trabajo como maquinista y que pide a su
mujer que interceda por él ante los jefes de la compañía para asegurar su
empleo. Como es propio del cine negro, el pasado vuelve atormentando a los
personajes de una producción con los mejores elementos del género: sexo, crimen
y ambición.
Terminando con el cine negro propiamente
dicho, no puedo dejar de recomendar Mentira Latente (Mitchell Leisen,
1950). En esta película, el tren forma parte de una única escena al comienzo de
la misma. Es el hecho fortuito de que descarrile lo que cambiará, irónicamente,
el destino de la protagonista. Dicha escena está cargada de elementos
supersticiosos como el espejo roto o lo que, en realidad, será lo que origine
esta pequeña farsa dramática: la protagonista se pone un anillo de casada que
no es suyo. También cabe destacar Testigo Accidental (Richard
Fleischer, 1952). En esta, un cúmulo de intrigas de todo tipo dan lugar a una
imaginación desbordante en cuanto a técnica: cámara en mano, primera persona,
efecto espejo entre dos trenes, etc. Un guión magnífico, bajo presupuesto y
mucho rendimiento a lo que, en realidad, es un inconveniente: rodar en un
espacio reducido (el tren).
Quiero terminar el apartado con
un pequeño guiño humorístico: el segundo relato de la película de episodios de
John Ford titulada La Salida de la Luna (1957). El objetivo de la película era
retratar a la sociedad irlandesa, país de donde su familia era originaria. En
clave de comedia, John Ford nos cuenta la historia de “A minute’s wait” donde
se retrata el ritmo de vida descarado y desenfadado de los irlandeses
utilizando como metáfora el sistemático retraso de un tren que parece negarse a
abandonar la estación. Un simpático mosaico de sentimientos, ilusiones y
anécdotas con el desparpajo propio del irlandés.
RODANDO AL TREN: LOS DOCUMENTALES
Termino este artículo, que espero
que les haya parecido interesante, con tres singulares documentales.
Para el que opine que los
documentales son aburridos, porque nunca pasa nada (nada más lejos de la
realidad), encontraría el ejemplo más extremo y perfecto en James Benning y su RR
(2007). Para empezar, habría que definir a Benning como un documentalista
experimental y estructuralista obsesionado por mostrar la realidad tal y como
es; en su estado más puro y natural. Además de lo citado, también podríamos
tachar a Benning de minimalista, conceptualista… y un sinfín de calificativos
que saturarían nuestra imagen del director en contraste con lo sencillas que
son sus propuestas. En este caso, RR, también llamada Railroad, consiste en un conjunto de 43
planos fijos (salvando una excepción) de vastos campos americanos con sus
respectivas vías de tren. En ellos, el tren aparece, recorre la pantalla y
desaparece. Conforme se avanza en el metraje, los planos muestran una
progresiva evolución de los trenes hacia la actualidad. Nada ocurre. Solo
planos que se suceden. El director busca resaltar el paisaje a través de las
vías del tren: los diferentes encuadres, la dirección y el trayecto que dibuja
la máquina, el sonido de la misma y cómo se expande (y cómo se va
reduciendo)... Esta experiencia, pese a su aparente simpleza, ya suponía un
grado mayor de planificación con respecto a su película del 2004, 13 lakes, donde se busca la proporción
perfecta: el equilibrio porcentual de cielo y lago en trece tomas de 10 minutos
exactamente mostrando trece diferentes lagos americanos.
Para su correcta apreciación, James
Benning hace hincapié en el “looking and listening” (observar escuchar) para
adentrarnos, volviendo al caso que nos ocupa, en un curioso pasatiempo anglosajón
conocido como “trainspotting” y que consiste en, como el propio nombre indica,
localizar (spot) trenes en el paisaje.
Otro singular documentalista es
Wang Bing. Este director chino hizo con West of the Tracks (Al
oeste de los raíles) lo que en su día Béla Tarr hizo con Sátántangó, esto es, una profunda
inmersión en la decadencia de un sistema que, en otro tiempo, fue efervescente
y pujante. Un documental de 9 horas de duración (dos más que la película de
Tarr) dividido en tres partes: “Rust” (Óxido), “Remnants” (Vestigios) y “Rails”
(Raíles).
Para aquel que considere este
metraje excesivo, se podría, de nuevo, argumentar de la misma forma que con la
película de Tarr: cuesta mucho convencer al público de que en otros tiempos,
todo este campo que ahora parece estéril y desmantelado estaba lleno de
promesas sobre el progreso. Lo que se muestra en las cintas de Tarr y de Bing
es la capacidad de reacción del ser humano tras el fracaso. El óxido y los
vestigios a los que el título hace referencia son los restos de lo que otrora
era un tren, el símbolo del progreso socialista.
Finalizamos con un documental de
culto en el mundo del hip-hop. Se trata de Style Wars (Henry Chalfant, Tony
Silver, 1983), un documental que analiza varios de los elementos que configuran
el universo del hip hop. Entre ellos está el graffiti, quizás el más central de
la obra, ya que el título (“style” y “wars”) alude al proceso de creación artística
de los graffiteros, llamados en el documental “escritores”, y su lucha para
hacerse un hueco en la sociedad mientras sus familias y los políticos se oponen
a ellos. Esta cinta de algo más de una hora de duración describe muy bien la
oposición entre artistas y civiles (siguiendo con la terminología de la guerra)
e, incluso, arte y vandalismo o, como se cuestiona al comienzo del film, arte o
plaga.
En la pugna de los graffiteros
por hacerse con un nombre, el tren es una revolución para darse a conocer ya
que no supone solamente una pared con un espacio más que suficiente para “escribir”
(de hecho, en el documental se refieren a los trenes como “pergaminos”) sino
que, además, está en movimiento y viaja a todas partes de la ciudad, haciéndose
así sus nombres más visibles.
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