Uno de los
experimentos más interesantes a la hora de valorar enfrentamientos interpretativos
es la confrontación de viejas glorias y jóvenes promesas. Y La Huella (1972) es uno de los mejores
ejemplos que podemos encontrar en toda la historia del cine.
A las
órdenes de Joseph L. Mankiewicz se enfrentaron nada menos que Laurence Olivier,
uno de los mejores intérpretes de Shakespeare de todos los tiempos, y una joven
promesa: Michael Caine. Alumbrados por un brillante guión cargado de trucos,
artimañas y charadas, los dos actores juegan al despiste utilizando recursos
más propios del teatro que de el cine (necesario es señalar que el guión,
firmado por Anthony Shaffer, está basado en una obra de Broadway del mismo
ganadora del premio Tony). El punto de partida es sencillo: un escritor entrado
en años y obsesionado con los laberintos, los acertijos y los rompecabezas
recibe en su mansión al amante de su mujer para ajustar cuentas.
En el
escenario, el ratón y el gato se transforman en dos pesos pesados de la
interpretación. Y el ganador, desde luego, nos lo reservamos esta vez, pues
decirlo supondría un grave spoiler ya que, en esta ocasión, el ganador es el
que mejor interpreta su papel de rey de la farsa.
Como
curiosidad, señalar que en 2007, otro depositario de Shakespeare, Kenneth
Branagh, quiso repetir el experimento, esta vez con resultados poco notables
pese a la calidad de sus estrellas. Tres modificaciones sobre la original son
dignas de destacar en la versión de Brannah: en primer lugar, que el guión lo
firma Harold Pinter, renombrado dramaturgo de lo absurdo, famoso por sus obras
minimalistas con tan solo dos actores enfrentados entre sí; en segundo lugar,
el uso que hace de las nuevas tecnologías y los espejos y, por último, el hecho
de que Michael Caine, que en el ‘72 hacía de joven, ahora hace de viejo y su
papel en la película original lo interpreta notablemente un joven Jude Law.